Función zeta de Riemann
Eran no más que dos desconocidos fingiendo tener cierta intimidad, arañando la superficie de las cosas para evitar el silencio.
Y se preguntaron cuando fue que dejaron de pertenecerse. Porque el tiempo cambia a las personas, pucha que las cambia, y de un día para el otro ellos ya no eran los mismos, ya no podían mirarse a los ojos y compartir eso que las palabras no pueden decir.
La verdad era que había pasado mucho tiempo, quizás demasiado.
Se odiaron. Se odiaron profundamente por no haberse dicho las cosas en el momento que debieron; eso que algunos llaman “desencuentros” ellos lo llamaron cobardía.
Y ahora era tarde, por supuesto; ya no conocían a la persona que tenían enfrente. Esa confianza inexplicable, esa conexión que iba más allá de todo sentido, esa facilidad de decir todo diciendo absolutamente nada; todo estaba ahogado en lo más profundo de sus recuerdos.
Dicen que los viejos tiempos eran mejores, y ellos estaban totalmente de acuerdo.
Por supuesto que aun confiaban el uno en el otro, pero era diferente. Ya no podían abrazarse, tomarse de las manos, decirse palabras afectuosas, y no porque no se quisieran, era, simplemente, porque ya no se sentían libres de hacerlo; esa libertad sobre el cuerpo del otro se había esfumado.
Supongo que si diez años atrás, dos personas que se querían y acompañaban desesperadamente, hubieran sabido que con el pasar de los años, y ese cruel distanciamiento forzado de la vida, terminarían fundamentando sus cortas charlas telefónicas hablando sobre el clima, bueno, supongo que ellos hubieran hecho algo al respecto.
Pero, por supuesto, no lo sabían, y nada pudieron hacer.
Continuaron actuando como si no les importara, simplificándolo a tal punto de casi creérselo. Pero era triste, desgarrador, que mirasen a su alrededor y que ya no hubiera nada suyo, nada que representara algo propio en la vida del otro.
Las decisiones se toman en unos segundos y las consecuencias se pagan el resto de la vida, y ya no había ninguna decisión que tomar entre ellos dos. Todo lo que podrían haber dicho, hecho, sentido o confesado estaba tan enterrado como las personas que alguna vez habían sido.
Y es que no eran más que eso. Más que dos desconocidos fingiendo.